El malogrado Proyecto N.A.M.
Lo destruiré todo, tengo la mesa llena de anotaciones. Podría
haber salido bien, me repito, pero por más que insista ya no es suficiente. Fue
por vanidad, ¡tenía que ser yo! Bueno, tal vez me fustigue demasiado. A decir verdad, ellos me eligieron a mí y no
al revés. Aunque no sabría decir si fui
su líder o un perfecto pelele.
Me llamo Walter Coello y trabajo como becario en The Slone
Epidemiology Center de Boston, Masachusetts. Todo empezó hace dos meses, por
entonces andaba enfrascado en el comportamiento locomotor del mosquito de la
fiebre amarilla sin demasiado éxito cuando me instaron a presentar urgentemente algún avance en mi línea de
investigación, un informe novedoso que justificara la continuidad de mi beca
ante la comunidad científica. En caso contrario, adiós a mi asignación y en
consecuencia, al título de posgrado. Pues
eso, mi futuro pendía de un hilo y yo sin nada que aportar a esos pomposos
carcamales.
Vaya si lo intenté,
hice traer plancton rico en algas de los Grandes Lagos y agua putrefacta
de los pantanos del Misissippi, aunque cuanto intenté resultó inútil. A pesar
de mis intentos obsesivos por recrear el entorno ideal de la plurisilva amazónica,
todos mis dípteros morían ante de mis propias narices. Pero no desistí, entonces me lancé a importar orquídeas Brassias,
Cypripedium y Masdevallias; también conseguí
siete colibríes verdes en el mercado negro, un solitario shansho y una pareja
de malos Grossos. Lo pagué todo de mi
propio bolsillo, tiré de una cuenta bancaria que la familia disponía en Manaus
para casos de emergencias. Ahora lo sé,
me había implicado demasiado y aquello me pasaría factura. Así es, aposté
fuerte porque cuando vas de farol juegas al todo o nada y me tiré de cabeza, no
valen las medias tintas.
Analizaba los cultivos en camiseta y chanclas por la elevada
concentración de humedad en el aire, dormía en un incómodo sofá dos plazas de
la sala de descanso; aun así el proyecto
hacía aguas y mis colegas me dieron la espalda convencidos de mi desvarío. Pero
todo cambio a raíz de un golpe de suerte, estaba a punto de tirar la toalla
cuando fui víctima de un aparatoso accidente. ¿Acaso no fue por azar que
Fleming descubrió la penicilina? Se me desgarró un guante cuando manipulaba la
vitrina y al quedar expuesto toda la colonia de insectos se alimentó de mi
propia sangre.
Contraje la enfermedad, de eso hace ya una semana. Ya ves, para que mis mosquitos sobrevivieran hizo
falta que yo cogiera la malaria. Pagué un alto precio aún así me sentí
afortunado. Tuve fiebre, mialgias, cefalea y escalofríos. También experimenté
abcesos de náuseas y vómito negro, también perdí el apetito y, pese a todo,
desde que cataron ávidamente mi sangre, seguí alimentando a diario a mis
preciosas criaturas. Y es que a diario nacían nuevos especímenes fortalecidos
con una fisionomía espléndida. Darwin tenía razón, un solo cambio idóneo y la
especie muta superando circunstancias adversas.
En los días siguientes crecieron sanos y robustos, se multiplicó la
población de un modo vertiginoso. Sobreviviría a la enfermedad, estaba seguro.
Seguí a su lado, me sentí ¡un héroe! Doy fe, te puedes encariñar de un
minúsculo insecto. ¡Cómo pude estar tan ciego! Me consideraba un amado padre,
cuanto menos su benefactor.
A los seis días comencé a mejorar, tal como había previsto.
Y había salvado al Flavivirus amaril,
una rama endémica de insecto tropical oriunda de Bolivia. Ya vislumbraba la
ceremonia de los Novel , luciendo mi pajarita y entrevistado por el National
Geographic encumbrado como Diana Fossey, la protectora de gorilas de montaña en
las selvas de Ruanda... Conforme analizaba los resultados, me creía el mismo
Dios. Mis criaturas me adoraban, me seguirían a cualquier parte. Y fue entonces
cuando decidí devolverlos al trópico y es que, llámame necio, pero de la noche
a la mañana su cría en cautividad se me antojó tremendamente cruel e
intolerable.
No busco una medalla ni siquiera mi redención. Me conformaría con despertar un ápice de
comprensión. ¿Acaso mantendrías presos a tus hijos? Sería un acto del todo
egoísta. Les dejarías marchar, lo sé. No les retendrías. En mi defensa alegaré que no actué a la ligera, tomé
muestras durante días, realicé todo tipo de gráficos y mediciones. Y trasladé a
mis bichos en coche hasta La Paz desde allí a Alto de Sucre en avioneta.
Después recorrí los bosques de caucho
hasta adentrarme en la profunda Amazonia. Les dejé en un paraje idílico y sin
embargo no permanecieron allí ni un solo día, en cuanto les dejé libres
iniciaron el camino a casa y consiguieron volver por sus propios medios.
¿Retornaron por amor? Más bien, dependencia. Resulta que están habituados a beber
mi sangre, hoy por hoy yo soy su único alimento.
Y este es el panorama al que me enfrento: los tengo de nuevo
aquí, conmigo, y regresaron con un hambre atroz. Se relamen con mi sola
presencia, me aturden con su zumbido. Y lejos de comprender mi acto generoso,
piensan que les abandoné a su suerte. Ingratos, ¡malditos! Para ellos soy un
auténtico cabrón, como el padre de
Pulgarcito.
Resisto parapetado en el laboratorio. Solo nos separa un
cristal, me observan desde el otro lado. Aguardan pacientes hasta encontrar la
forma de entrar por el hueco de la cerradura o el conducto del aire
acondicionado y cuando eso ocurra estaré completamente a su merced... No me darán muerte de inmediato. Han cambiado
las tornas, ahora soy su jodido experimento.
Me alimentarán con lombrices, gusanos huevos de ranas,
pichones pequeños, roedores y yo sacaré
la lengua lo mismo que si fuera un sapo.
Así me mantendrán con vida para chuparme la sangre y que de paso
contemple extasiado mi propia gloria. A menos que les dé por ampliar su dieta… Me
haré apresuradamente un selfi para Facebook, todo sonriente, con la bata
puesta. Y será entonces que me devoren, por fin podré descansar.
FIN DE PROYECTO. ÑAM.
(N.A.M para teclados Macs).