El 25 de agosto de 1876 ocurría algo inusual en el puerto de Yokohama, el buque Alaska arrojaba el ancla frente a sus muelles tras partir de Filadelfia rumbo al archipiélago 23 días antes. Y aquella misma mañana aconteció algo más insólito si cabe, dos caballeros franceses desembarcaban con sus maletas y toda suerte de artilugios, placas y lentes que se afanaban en transladar con extraordinaria delicadeza. De ninguna forma aquel novedoso material de fotografía había de sufrir desperfecto alguno, de él dependía en gran parte el éxito de su trabajo.
Aquellos monssieurs bien trajeados eran Émile Gimet, periodista incansable y Félix Régamey, famoso dibujante quien por entonces ya contaba con cierto renombre a ambos lados del Atlántico. Fueron recibidos por varios funcionarios nipones de alto rango que les facilitaron enormemente las cosas proporcionándoles los contactos necesarios para poder acceder a cuántos lugares desearan visitar sin que el hecho de ser extranjeros resultara un serio impedimento.
En los meses siguientes ambos viajeros galos residírán en Tokyo, Kyoto, Ise, Osaka y Kobe, enfrascados por completo en un valioso estudio gráfico que sin duda les aportaría una extensa y poética visión de un Japón tradicional desconocido para occidente.
Félix Régamey estaba realmente impresionado, en aquellos días el mundo oriental le conmovió enormemente.
Félix Régamey estaba realmente impresionado, en aquellos días el mundo oriental le conmovió enormemente.
Dibujaba transeúntes, pequeños artesanos callejeros, tatuadotes, mozos que arrastran carretas y carromatos por las transitadas calles, hermosas muchachas ataviadas como princesas en sus labores cotidianas… Las escenas fugaces que presenciaba lo seducían con su encanto singular y se resistía a dejarlas escapar hacia el anonimato.
Garabateaba febrilmente, sin descanso.
Quería plasmarlo todo en sus cuartillas, para ello no dudaría en zambullirse junto con Guimet en los ambientes más populares frecuentando callejones, talleres, hogares, tenderetes y espectáculos teatrales.
También se adentrarían en santuarios, templos, cementerios y demás lugares sagrados. Félix clavaría su caballete en cualquier parte y apuntaría con el teleobjetivo de su cámara fotográfica sin demora dispuesto a inmortalizar cada instante...
Fotografiaba entusiasmado, dibujaba a placer, sin despertar recelo alguno entre aquella gente prudente y afable que aún reparando en los dos forasteros no les harían jamás sentirse incómodos.
Durante sus andanzas constató divertido que las mujeres, niñas y ancianas, se inclinaban a modo cordial con cualquier pretexto. Cinco, seis, siete reverencias seguidas de una tímida sonrisa con la boquita perfilada en carmín que, al margen de su edad, les hacía parecer muñecas. Entre risitas caminaban a pasitos sigilosos envueltas en sus kimonos cual hormigas silenciosas.
Este era el Japón efímero, el Japón de antaño que comenzaba a dar signos de hastío entre una población ávida de nuevos mundos.
Fue entonces que Regamey atisbó con preocupación esos primeros trazos de un futuro de modernidades que fascinaban al lejano Oriente con su hechizo. La presencia occidental ya era patente en las pequeñas cosas: lámparas de petróleo, sombreros de copa y paraguas que se dejaban ver aquí y allá… Por entonces, no más que indidios.
Fue entonces que Regamey atisbó con preocupación esos primeros trazos de un futuro de modernidades que fascinaban al lejano Oriente con su hechizo. La presencia occidental ya era patente en las pequeñas cosas: lámparas de petróleo, sombreros de copa y paraguas que se dejaban ver aquí y allá… Por entonces, no más que indidios.
Pero el antiguo Japón se derrumbaba ante sus ojos y el dibujante lo lamentaba de veras. Había llegado a querer a esta gente y a valorar sus tradiciones y creencias. El sabía mejor que nadie que cruzado el umbral, no habría retorno y la industrialización daría al traste con memorias ancestrales y artesanías milenarias preservadas durante siglos entre haikus y flores de loto.
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