Edinburgo, 17 de octubre del 2013
Llego a Saint Mary Street. A la derecha, en la esquina, está el pub World´s End tan animado como siempre. hoy también lo frecuentan violinistas y cantantes... Claro y es que así, de primeras, el de hoy parece un día como cualquier otro. A mano izquierda discurre la concurrida Jeffrey Street que enseguida hace una curva para sumergirse bajo el gran ojo del North Bridge y allá que voy, internándome en su laberinto. Es lo que tiene esta ciudad, sus calles suben, bajan, se retuercen y se ocultan como jugando al escondite. La piedra gris, el Fife (o viento del norte) y esa lluvia tenaz e intermitente hacen de Edinburgo un lugar atemporal, irreal y enrarecido, perfilado de cuerdas celtas que cantan rebeliones fallidas. A través de un hueco entre los edificios se entreven las banderas tricolores del Hotel Balmoral ¿hace un té? No me interesa. Tengo un plan, un oscuro plan... que si la niebla no me ciega, culminaré pronto con éxito.
Cruzo la calle y desciendo la colina para aterrizar justo delante de una pescadería, esa con el cartel de un pez dorado colgando junto a la puerta. Paso de largo, no es allí donde me dirijo. No dudo que el salmón escocés sea una auténtica delicia, pero no he venido a comer sino a buscar el origen mismo del dolor... Quizás en otra ocasión, menos lamentable.
Avanzo un poco más, titubeante, hasta alcanzar un pasaje de estrechos callejones que se adentran en la parte baja de unas casas de vecinos. Un gato entra sigiloso, pero yo no le sigo. Comienza a chispear y no llevo paraguas. Decido mojarme, a ver si crezco como las plantas y paseo sin prisas hasta que a pocos metros de High Street distingo las torres de Canongate Kirk. La tengo frente a mí, hermosa, sencilla. Emerge en lo alto como una isla. Camino despacio, casi de puntillas, al atravesar el pórtico. Se trata de una iglesia antigua de alto techo a dos aguas y grandes ventanales. Por dentro es luminosa y alegre, con bancos azules sobre una alfombra tupida en granate. En cambio, por fuera, parece estar de luto por el vidrio blanco sin color en los cristales. Arriba descubro el emblema de la iglesia, un venado también dorado de brillo apagado. Sus destellos se extraviaron con el sol, perdió el lustre y lo prefiero. En esta hora todo ha de ser gris, que llore la tierra y el cielo.
Solo penetrar en el jardín de cruces levanto la vista... me gustan los cementerios. Se respira más paz que en ninguna otra parte en medio de un silencio que no es tal pues vagan flotando miles de recuerdos que ni sabemos descifrar ni tampoco nos pertenecen. Me adentro en el césped esquivando otras tumbas llorosas hasta encontrar lo que busco: una lápida labrada en forma de glabete que rebosa melancolía, justo donde descansa el poeta Robert Fergusson desde que falleciera con apenas veinticuatro años.. Nadie merece morir y menos tan pronto. En la losa reza una inscripción en su honor, que permanece aún legible después de doscientos años:
Cruzo la calle y desciendo la colina para aterrizar justo delante de una pescadería, esa con el cartel de un pez dorado colgando junto a la puerta. Paso de largo, no es allí donde me dirijo. No dudo que el salmón escocés sea una auténtica delicia, pero no he venido a comer sino a buscar el origen mismo del dolor... Quizás en otra ocasión, menos lamentable.
Avanzo un poco más, titubeante, hasta alcanzar un pasaje de estrechos callejones que se adentran en la parte baja de unas casas de vecinos. Un gato entra sigiloso, pero yo no le sigo. Comienza a chispear y no llevo paraguas. Decido mojarme, a ver si crezco como las plantas y paseo sin prisas hasta que a pocos metros de High Street distingo las torres de Canongate Kirk. La tengo frente a mí, hermosa, sencilla. Emerge en lo alto como una isla. Camino despacio, casi de puntillas, al atravesar el pórtico. Se trata de una iglesia antigua de alto techo a dos aguas y grandes ventanales. Por dentro es luminosa y alegre, con bancos azules sobre una alfombra tupida en granate. En cambio, por fuera, parece estar de luto por el vidrio blanco sin color en los cristales. Arriba descubro el emblema de la iglesia, un venado también dorado de brillo apagado. Sus destellos se extraviaron con el sol, perdió el lustre y lo prefiero. En esta hora todo ha de ser gris, que llore la tierra y el cielo.
Solo penetrar en el jardín de cruces levanto la vista... me gustan los cementerios. Se respira más paz que en ninguna otra parte en medio de un silencio que no es tal pues vagan flotando miles de recuerdos que ni sabemos descifrar ni tampoco nos pertenecen. Me adentro en el césped esquivando otras tumbas llorosas hasta encontrar lo que busco: una lápida labrada en forma de glabete que rebosa melancolía, justo donde descansa el poeta Robert Fergusson desde que falleciera con apenas veinticuatro años.. Nadie merece morir y menos tan pronto. En la losa reza una inscripción en su honor, que permanece aún legible después de doscientos años:
“Esta sencilla piedra guía a la pálida Escocia
Para verter sus penas sobre el polvo de su poeta”
Así la mandó escribir el propio Robert Burns, como homenaje a su gran amigo y colega. Miro a mi alrededor y mi mirada se detiene ante la impresionante tumba de Adam Smith, reputado científico y pionero en macroeconomía. Ostentosa y recargada, por lo demás aséptica y carente de dolor. No hace brotar lágrimas como la de Fergusson, más bien parece una estatua. Es entonces que vuelvo con el poeta, saco del bolsillo de la chaqueta un papel doblado en dos, algo mojado por los bordes. Lo desdoblo, por suerte no se corrió la tinta y leo en voz baja, como en susurros, el poema que a su muerte le dedicara Robert Garioch:
Canongate Kirkyard en el año que se acaba
Es antigua y gris, sus pequeños rosales están desnudos
Y cinco gaviotas blancas brillan en el apagado cielo.
¿Por qué han venido? Aquí no hay nada para ellas.
¿Por qué estamos aquí nosotros?
Intenso, presente dolor
Oprime mi corazón. No oses tratarlo a la ligera:
Aquí, Robert Burns se arrodilló y besó el suelo.
Y te preguntarás ¿por qué he venido? No sé, en ausencia de sus amigos pensé que alguien tenía que hacerlo. Hete aquí que por una carambola del destino tú y yo fuimos hoy ese "Alguien" llamémosle Robert (de haber reparado Oscar Wilde en tan extraordinario detalle, en The importance of being Earnest, Ernesto no se llamaría Ernesto sino Robert) ¿Y qué pasará el año que viene? No te apures, la historia se repite y como El pirata Roberts que tuvo tantos rostros, "otro Robert" será quien coja el testigo y acuda a la cita. Mientras el mar no muera y las palabras no callen... Por Edinburgo siempre merodeará algún Robert buscando aventuras y otro Robert que le llore. ¿Qué más puedo añadir? River Runs, my friend. Gracias por acompañarme.
Karine Polward sings "River runs"
Poem by Robert Burns