viernes, 4 de noviembre de 2011

La Noche Angloindia y los rigores del Calor

Durante la estancia del aventurero llamado Hampton en casa del propietario del mayor cultivo de índigo en la baja Bengala allá por el año 1870, éste fue invitado a una cena angloindia burra khanah para festejar un acontecimiento doméstico importante, algún tipo de aniversario.

Apenas faltaban los lujos que podían encontrarse por aquel entonces en Inglaterra, mientras que los numerosos platos autóctonos y la fila de sirvientes coronados con turbantes (cada uno de los invitados se traía su propio criado) daban un aspecto de lo más imponente a la comida.


En aquel festín halló por primera vez patos salvajes tan exquisitos que sólo con sus pechugas podía prepararse un sabroso estofado con una salsa de carne cuyo secreto el viejo Khansamah (mayordomo) no habría desvelado ni por todo el oro del mundo.


La carnosa codorniz y el aún más tierno y jugoso hortelano coronaban la mesa, moteada de un sin fin de exquisitos manjares especiados que se servían todos a la vez según la costumbre tradicional del Raj, al tiempo que el pato de Bombay picante daba sabor a los viñedos de Lafite o La Rose.

La estación fría era la época idónea para las cenas de sociedad. También se celebraban en la estación cálida, pero solían terminar temprano y estaban consideradas como suplicios ineludibles para luego de noviembre a marzo desquitarse de los meses calurosos.

Los bailes en la Casa del Gobernador, las fiestas privadas del virrey y todas las recepciones oficiales importantes ocupaban el primer escalafón, seguidos de los bailes militares y privados que competían entre sí para ofrecer la mejor música y las cenas más suntuosas.




La única forma para que un recién llegado esperase obtener una invitación a una cena de gala era observando la curiosa costumbre angloindia de desplazarse por todo el asentamiento depositando su tarjeta de visita en la pequeña caja negra colocada en el exterior de cada bungalow para tal propósito.

Miss Emerald Cunard recibió en cierta ocasión una carta de Lord Curzon que contenía una invitación a una cena pero también una nota adicional que debía de haberse colado en el interior del sobre por error, puesto que estaba obviamente dirigida a otra mujer. comenzaba así:
"Mi maravilloso cisne blanco. Ansío estrecharte contra mi corazón... "
Después de aquel enredo, miss Emerald Cunard no desistió de acudir a la renombrada cena a la que tan ardientemente había sido invitada. Eso sí, descartó su hermoso vestido blanco para acudir engalanada en color pastel. Por si acaso...

Los hombres solían vestirse de etiqueta para cenar, aunque solo asistieran las personas más allegadas, ataviados con camisas de un blanco inmaculado, chalecos blancos, corbatas blancas o negrras, fracs o esmóquines.


Algunos hombres en Calcuta se acostumbraron y no parecían notar el calor pero el ver a un robusto coronel de las provincias del noroeste o a un individuo corpulento recién llegado al país padecer semejante suplicio resultaba dolorosamente ridículo.

En el techo giraba el punkah, un ventilador de dimensiones descomunales elaborado con madera, lona y yeso que a cada momento lanzaba una lluvia de polvo hacia la comida y desperdigaba las tarjetas con los nombres de los invitados por toda la mesa de mantel blanco, níveo, inmaculado.

En las noches especialmente calurosas, los comensales también podían ordenar a sus sirvientes que los refrescasen con gigantescos abanicos hechos con kuscos, una hierba perfumada.

En el mes de junio, cuando el clima cálido estaba a punto de irrumpir en el monzón, llegaban los insectos y el anfitrión tenía que vérselas con unos invitados que no eran bienvenidos. Atraídos por la luz, se introducían en tropel en la habitación y caían sobre los platos de la cena.
En Madrás en junio de 1838 llegó a alcanzar su presencia las proporciones de una auténtica plaga. Hilton Brown estaba presente en aquella escena, literalmente invadida de bichos negros que aún no siendo tan horribles como los verdes le parecieron monstruosos porque acudían en nubes inmensas.

A excepción de Mr. S, quien decía seguir hambriento, los demás renunciaron a probar bocado. Al resultar insoportable el permanecer por más tiempo en el interior de la mansión, el anfitrión sugirió acertadamente y sin perder la compostura que salieran todos a sentarse a los escalones de la verandah en la noche cálida y húmeda amenizada con las cuerdas de una guitarra.
Sin embargo aquella velada aún caótica, despertó los más hermosos colores y aromas bajo el hechizo de la música libre de cualquier protocolo... Debió de resultar inolvidable, después de todo.

2 comentarios:

  1. La India Británica era un paraíso para todos aquellos ingleses que trataban de escapar de la industrialización londinense y vivir la vida con calma y lujos. Pero no todo era de color de rosa, como bien has dicho, a veces algo "perturbaba" su paraíso ideal, mosquitos, el calor, lluvias infernales... Sin embargo, ahí radica su encanto, el salvaje encanto de la India.

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  2. Desde luego la India colonial embriaga. Crecí con el mito de su exotismo y no renunciaré jamás a su hechizo aún a sabiendas de que los angloindios vivían abocados al calor tedioso y a un soberano aburrimiento, sobretodo en el monfusil donde los días se hacían demasiado largos entre polvo y silencio.
    Gracias, Irial, me resulta muy grato comentar contigo mis historias perdidas. Besos.

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