miércoles, 14 de marzo de 2012

Gloria y muerte del Vals vienés


En los cafés-concierto de Viena se escuchaba el vals hasta bien entrada la noche contando con los mejores cantantes e instrumentalistas de la época. Mozart alternaba una amena charla y un café con alguna que otra ejecución al piano, hasta el propio Bethoven deleitó a los vieneses con su música en un quiosco del Prater si bien el local que frecuentaba con más asiduidad era el café Neuner.

Allí solía Ludvig coincidir con su buen amigo el poeta Grillparzer, permaneciendo en su mesa durante horas ambos enfrascados en interminables conversaciones.


Schubert, por su parte, prefería el Café Bogner a donde acudía con sus amigos bohemios a escuchar valses interpretados por otros artistas. Según sus distintos temperamentos, cada uno de los grandes compositores vivió la moda del café-concierto a su manera sin privarse de veladas tan memorables.
Uno de aquellos célebres intérpretes del vals austríaco era Michael Pamer que actuaba a menudo con su orquesta.

El violinista solía beber cerveza al término de cada actuación, su preferida era la fabricada por la casa Huttelsdorf a la que llegó a dedicarle un vals. Los bises eran tan frecuentes, cada uno seguido de un buen trago, que muchas noches Pamer acababa con una buena cogorza y entonces le cedía la dirección de la orquesta a su joven asistente Joseph Lanner quien años después se establecería por su cuenta formando un cuarteto con el mismísimo Johann Strauss.


La familia Strauss monopolizaría los cafés de Viena durante décadas. Johann hijo debutó en un concierto al aire libre celebrado en los jardines del Casino Dommayer, un elegante café de la periferia. Tras cosechar un éxito clamoroso ante la élite vienesa, los hermanos Strauss tocarían asiduamente en el Café Sperl en su célebre jardín de invierno, también en los salones del Apollo y en los diversos locales de moda que se inaugurarían en los palacios de las colinas de Grinzing y Sievering hasta finales de siglo.

Pero los albores del nuevo siglo no serían clementes con los viejos vales cuyos últimos ecos se desvanecían en el aire ante las nuevas brisas del Atlántico... El reinado del vals vienés tocaba a su fin.
El glamour y la pompa del piano acompañado por violines bajo el tintineo del cristal de Bohemia de las lámparas de palacio dejarían de deslumbrar por fin, dando paso a otro lenguaje musical más intimo y a la vez turbio y secreto, reflejo de las pasiones más oscuras de las gente vulnerable de barrial, de algodonal y de astillero. Música viva que estremece la sala derrochando sentimiento.

Ya por entonces los cafés y teatros de variedades en Paris y Marsella sabían a mar y a tango porteño, mientras al otro lado del océano los desgarradas notas de un jazz improvisado empapaban el aire cargado de los clubes en Sabana y Nueva Orleans con el soplido de la trompeta, el suspiro de un saxo, la caricia de una tecla, el roce de la cuerda del bajo... y entonces la melodía brota tenue, gracil, como susurrando entre el denso humo y ese inconfundible olor, mezcla de licor y tabaco... Ambientes sórdidos, oscuros, sí, también rebosantes de embrujo.

Luego vendría el Soul y los tristes acordes del viejo Blues... Y sería el definitivo adiós al tradicional café y a la consagración definitiva de tantos locales de música y baile envueltos en penumbra, que bajo el hechizo de sensuales y cálidos ritmos afroamericanos salpicarían ya los más recónditos rincones.

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